El estrés está considerado como uno de los problemas de salud con más incidencia en la actualidad en los llamados países desarrollados.
Aun teniendo en cuenta las diferencias individuales en las habilidades para gestionar situaciones de estrés, esa sensación de constante alerta se ha convertido posiblemente en uno de los ingredientes más comunes de nuestra vida diaria. Cuando una situación de este estilo se mantiene a lo largo del tiempo, a nivel orgánico se produce lo que conocemos como padecer estrés.
Si el estrés es algo generalizado en nuestro entorno, esta situación puede ser aún más acusada en las personas con trastornos del neurodesarrollo, al estar sometidas en muchas ocasiones a situaciones más estresantes. Y por supuesto también en las familias, e incluso en los profesionales que atienden a estas personas.
Durante las últimas décadas, el estudio del estrés ha recibido mucha atención por su relevancia para la salud, pero es muy reducido el número de investigaciones que analizan cómo las personas con discapacidad intelectual se enfrentan a él.
A la hora de identificar los signos de estrés en personas con discapacidad intelectual, existen numerosas dificultades, ya que son difíciles de reconocer y de comunicar verbalmente, por lo que es habitual que se atribuyan a otros problemas de salud o que se consideren características intrínsecas de la discapacidad. La presencia de alteraciones de conducta en las personas con discapacidad intelectual puede ser, en algunos casos, una forma de expresar el malestar vivenciado y/o una manera de pedir ayuda para enfrentarse al estrés. La interpretación errónea de las respuestas de estrés conlleva que un problema de salud sea mal valorado y por lo tanto, mal diagnosticado y tratado.